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La tierra, ese viejo polvorín
En España, cuando se habla de tierras, se levanta más que polvo. Se desempolvan heridas históricas, desigualdades enquistadas y un debate que lleva siglos encima de la mesa. Aquello de «la tierra para quien la trabaja» suena bien, pero la realidad es más compleja. Hoy, el campo español es un tablero donde juegan desde aristócratas con siglos de patrimonio hasta fondos de inversión con sedes en rascacielos de Londres o Frankfurt.
No es solo cuestión de hectáreas. Es un choque de modelos: el que defiende la competitividad a golpe de grandes extensiones y el que clama por un reparto más justo. Y mientras, los pueblos se vacían.
De la Casa de Alba a los hedge funds: los dueños del mapa
Andalucía sigue siendo el espejo donde mirarse. Allí, nombres como la Casa de Alba o los Medina Sidonia —herencia viva del feudalismo— comparten espacio con gigantes agroalimentarios que facturan millones en aceite, vino o fresas. Pero el panorama cambia. Desde hace una década, fondos de inversión extranjeros están comprando suelo agrícola a ritmo discreto pero constante. «Llegan con chequera en mano y nadie les pone freno», comenta un técnico de la Junta en off.
En Extremadura y Castilla-La Mancha, el escenario no es muy distinto: dehesas que miden lo que medio municipio, viñedos que son cotos privados, olivares que parecen interminables. La gente del campo lo ve con recelo. «Antes sabías quién era el dueño. Ahora es una sociedad en Panamá», resume un ganadero de Badajoz.
PAC y desigualdad: ayudas para los de siempre
El sistema, además, parece inclinar la balanza. La Política Agraria Común (PAC) reparte sus subvenciones en función de la superficie. Traducción: quien más tiene, más recibe. Un pequeño agricultor que malvive con 10 hectáreas cobra migajas comparado con las ayudas que llegan a las grandes fincas. «Es pan para hoy y hambre para mañana», critica una joven que intentó emprender en Toledo y acabó cerrando.
Los defensores del modelo actual alegan que sin escala no hay viabilidad. «España compite con Marruecos o Chile, necesitamos tamaño», argumenta un directivo de una cooperativa andaluza. Pero la contrapartida es conocida: menos manos trabajando la tierra, más poder en pocas y más pueblos convertidos en decorado.
¿Hacia dónde va el campo?
La pregunta es incómoda pero necesaria: ¿queremos un campo gestionado desde fondos de inversión o uno con rostro humano? La sostenibilidad no es solo ambiental; también es social. Si el relevo generacional ya es un drama, ¿qué futuro espera a quien no tenga 500 hectáreas para sobrevivir?
El debate está ahí, aunque a menudo se hable más de turismo rural que de quien pone el pan en la mesa. Quizá toque mirar más allá de los tópicos bucólicos y preguntarse quién decide realmente cómo se cultiva —y cómo se vive— en el 80% del territorio español.
¿Tú qué opinas? ¿Es inevitable la concentración de tierras o hay alternativas? Comparte tu visión.